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EL MERCADO DOMINICAL, UN LUGAR LLENO DE VIDA EN TÁMESIS

No hay mejor lugar para descubrir la esencia de un pueblo que su tradicional mercado al aire libre. Una práctica que, generalmente, se llevaba a cabo en pleno parque principal, pero que debido a la construcción de las plazas de mercado o galerías y al paso arrasador de la modernidad, representada por los supermercados, ha venido desapareciendo.

Específicamente en Támesis, los domingos, una buena cantidad de toldos con capota copaba los distintos espacios libres que rodean el Parque Caldas que, como un oasis, flotaba vestido de verde en medio de las lonas blancas, sombreado en aquellos tiempos por umbrosos y milenarios árboles, madroños, mionas y una imponente araucaria que era la reina en los diciembres, coronada con una estrella en su punto más alto.

 

Como lo sabe hasta el policía de la esquina, el comercio nació con el ser humano, cuando el hombre se da cuenta de que para satisfacer sus necesidades requería parte de los productos que otros tenían.  Esa necesidad de abastecimiento promovió la comunicación entre las personas, las relaciones sociales, y dio pie a las plazas de mercado que han cumplido con un rol dinamizador e integrador, aportando de manera significativa al desarrollo y a la evolución de las distintas comunidades.

No solo son lugares físicos, sino espacios llenos de historias. Han sido el mejor mostrario de lo que produce la tierra. La prosperidad de un municipio también se puede medir por la diversidad agrícola, por la variedad de productos que se han exhibido en estos lugares, hoy en vías de extinción, porque un equívoco concepto de progreso arrasó con la mayoría de ellos. Pero, a pesar de su agonía, nadie puede negar que ha contribuido eficientemente a la construcción de la identidad del pueblo que los cobija.

El ritual de armar los toldos comenzaba desde el sábado. Los carretilleros y hasta los bobos del pueblo encontraban oficio. Trasladaban desde las casas, negocios o subterráneos vecinos, las pesadísimas mesas de madera y todo el maderamen para armar los toldos, al igual que los demás muebles, como los troncos para picar los huesos en las carnicerías, los estantes para acomodar los productos y los trojes o graneros de madera en que almacenaban los granos y la panela.

Cada lado del Parque estaba dedicado a una sección especial del mercado. No faltaban los cacharreros con sus trebejos y cachivaches para deslumbrar incautos y los yerbateros y culebreros con matas y pomadas para sanar el mal de amor, curar el carranchil, aliviar el hígado y controlar la pecueca.

El domingo, al despuntar el alba, las recuas de mulas, con su paso cansino, arribaban atestadas de bultos. Un rato después, entre las callejuelas rectilíneas formadas por los toldos, los habitantes del área urbana iban, de puesto en puesto, observando, palpando, preguntando, comprando y guardando en sus costales todo lo necesario para la semana o, si se trataba de una señora de dedo parado, echando en el canasto que portaba la muchacha del servicio o en su defecto en un talego que un joven cargaba a las espaldas.

La gente se congregaba para volverse a ver, intercambiar inquietudes, conseguir jornaleros, vender productos o comprarlos, hacer negocios y hablar de lo divino y lo humano… hasta la semana entrante.

En este tradicional mercado dominical de mi pueblo, pletórico, lleno de vida, exuberante y policromo, me veo yo de costal en mano, junto a mi padre, para comprar el revuelto, las frutas, las verduras, los granos y la carne, cuyos aromas impregnaban el lugar, al igual que otros artículos de primera necesidad que se adquirían en los tiendas y graneros que rodeaban la plaza; pero ésta es otra historia que no tiene cabida en este relato y merece capítulo aparte.

Allí, se conseguía de todo: carne de res y de marrano, panela envuelta en hojas de plátano, tripa de morcilla, pandequeso montañero, hojaldras, bollos de chócolo, bizcochuelos, colaciones de corozo, caramelo transparente y quebradizo, cocadas, tostadas, panderos y arequipe con brevas.

No faltaban las apetitosas empanadas, las vibrantes porciones de natilla con clavos y canela y los buñuelos de verdad, esponjosos, de puro maíz capio; la gelatina de pata y una provocativa morcilla, aliñada con fina dosis de cebolla y poleo; los recortes de hostia y el sabor malicioso de las cucas.

De igual forma, queso fresco y libras de mantequilla, envueltas en verdes hojas de viao cortadas en la quebrada.

Las frutas, las verduras y los granos, que se encontraban esparcidas por el suelo o en costales y graneros, formaban una paleta de colores y eran un deleite para los sentidos.

Se destacaban los plátanos, yucas, arracachas, zanahorias, cebollas, tomates, repollos, maíz, fríjoles, plantas medicinales, bananos, mangos, naranjas, mandarinas, zapotes, papayas, aguacates, piñas, limones, manzanas y duraznos criollos, algarrobas, chachafruto, amolaos, cañafístulas, ochuvas, piñuelas, pitayas, churimas y guamas, esas culebras vegetales de blancas y apetitosas motas.

Mas allá, en otras mesas se podían apreciar trompos, valeros, agujas capoteras, dedales, espejitos, peinetas, pomada Peña, candelas, jabones Rey y Reuter, agua florida de Murray, jabón de tierra, platos y tazas de loza, entre otros artículos.

De este espectáculo llamativo, con sabor y olor a campo, queda poco. En Támesis, subsisten algunos toldos de frutas y verduras y de uno que otro puesto de confites. Las carnicerías fueron reubicadas en un costado de la parte trasera de la Iglesia. “Las entidades nacionales que tienen velas en este asunto y la dirigencia de cada localidad, en su momento, creyó que era signo de mayor progreso arrasar con los toldos para siempre.

Hablan de espacios antihigiénicos cuando la higiene se puede practicar y organizar en donde sea y no necesariamente en un espacio cerrado y costoso. Cuántas veces se ven moscas en las mesas de las cafeterías y son espacios cerrados.

Mientras tanto, en varios pueblos de Antioquia, Boyacá y Santander los han resucitado, con orgullo, por razones económicas, antropológicas y turísticas”, explica el escritor, investigador y docente universitario caldense, Octavio Hernández Jiménez, que aduce que: “Los supermercados de autoservicio ofrecen en un espacio reducido todos los productos durante toda la semana, lo que ha menguado el auge de las plazas de mercado. Se trata de una derrota para la cultura popular a manos de ciertos modos de la cultura de masas”.

En el Parque Caldas, me mojaron los aguaceros largos y fríos, me abrazó el calor de un sol como el regazo de mi madre, el viento meció mis cabellos castaños y los madroños maduros aromaron mi espacio y pusieron sabor en mi lengua. El Parque, continúa indemne, entre rejas.

Es la sala de espera de los tamesinos y visitantes y, como en casi todos los pueblos, es el punto de encuentro para hombres de negocio, sesteadero de jubilados, escape de desocupados, cita de enamorados, tertuliadero de amigos y paso obligado de personas para el trabajo y la casa.

Los encuentros dominicales, después de misa, eran un acontecimiento y las retretas un alimento para el alma. Sentarse en una de sus bancas, ha sido un sitio ideal para exhumar recuerdos. El irrecuperable sonido del viento arrebatado, sacudiendo con pasión los árboles, también constituía otro grato momento.

En ese entonces, la vida transcurría en Támesis, a la velocidad de un kilómetro por hora. Uno quisiera regresar al pueblo como una vieja y tarda tortuga vuelve invariablemente a la costa donde nació para desovar o retornar como un deteriorado salmón a morir al remanso lejano de donde partió.

Para derramar alguna furtiva lágrima al encontrarse con los amigos de antaño envueltos en años. Para llorar al ver la puerta de mi vieja casa por donde salía mi padre hacia su oficina, hoy minimizada, estrecha, muda, incolora, cuando yo la recordaba alta, profunda, azul, con vida.

Támesis, en las noches de aquellos tiempos, era un lugar apacible, tranquilo, gélido, misterioso. Uno a solas, en aquel silencio, oía el latido de su propio corazón.

Era el mejor lugar para hallarse a uno mismo. Se me desborda la ternura al recordar mi pueblito cordillerano, como de pesebre.  Cierro los ojos y lo veo resplandeciente en las mañanas frías, doradas o bajo el sol de los venados en los atardeceres con arreboles. Con su variopinta geografía y con lugares, como el Parque Caldas, que uno guarda en sus recuerdos como una fotografía deslucida.

Tomado del libro “Mis sueños de ayer” de Víctor Alonso Orozco Cadavid

Víctor Alonso Orozco Cadavid

Oriundo del municipio de Támesis, Suroeste antioqueño. Comunicador social – periodista de la Universidad de Antioquia. Lleva 45 años de ejercicio periodístico. Fotógrafo aficionado. Trabajó en la cadena radial RCN, en los periódicos El Espectador y El Mundo y fue jefe de Prensa de la Asamblea Departamental de Antioquia y Director de Comunicaciones y Relaciones Públicas de la Beneficencia de Antioquia.

En el 2002 se vinculó al Tecnológico de Antioquia, donde se jubiló en el 2008 y, desde entonces, hasta la fecha, es asesor de Comunicaciones en este centro de estudios superiores. Dirige, desde hace 20 años, la revista Mirador del Suroeste. Autor de varios libros, entre ellos: Aquí está Antioquia (1992), El Afán de soñar (2000), Una historia bien jugada (2011), Crónicas al azar (2011), Mujeres del Suroeste antioqueño (2014), Mano de Fierro (2016) y Mis sueños de ayer, en proceso de edición.

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